Posiblemente, los dos grandes senderos de la poesía hispanoamericana contemporánea sean el conversacionalismo (antipoesía en algunos casos, coloquialismo en otros, exteriorismo, poesía de la experiencia en los de más allá) heredado de algunos magnos poetas de la segunda mitad del siglo XX, y el neobarroco, una aventura vinculada a las vanguardias (y a sus ancestros el Barroco y el Romanticismo) por su interés en la novedad, la sorpresa y la dificultad simbólica asociada a la idea de que la obra literaria es un proceso en construcción y debe ser descifrado de manera continua.
Han sido caminos sobresalientes, no cabe duda. Pero ambos muestran desde hace rato altas dosis de agotamiento si nos atenemos a lo que se publica en antologías, revistas, blogs, sitios web y pequeñas tiradas hechas por casas editoras casi anónimas. De lo publicado por las grandes editoriales, mejor no hablar. Al menos en lengua española. Predominan los clásicos, traducciones de grandes poetas de otras lenguas o una conjunción de nombres más cercanos al mercado, la academia o el compromiso político-ideológico (tres cosas en apariencia distantes que terminan por converger en el apogeo de la modernidad líquida donde habitamos), antes que voces cuyas búsquedas las aparten de los senderos trillados y las hagan merecedoras de una mirada crítica ajena a las exigencias de las diversas redes del mundo en el enjambre contemporáneo. De manera que se nota la ausencia de enfoques descomprometidos con cualquiera de las líneas de mayor aprobación por los jóvenes y no tan jóvenes poetas. Y, desde luego, más raras resultan esas indagaciones desde la crítica, que busca, salvo honrosas excepciones, solo formar parte del concierto legitimador.
Una de esas ojeadas diferentes es la que me gustaría arrojar sobre la producción de Freddy Ñañez (Venezuela, 1976), puesto que, a mi entender, autor y obra se aíslan de las corrientes afines a la lírica hispanohablante de la época y (sin borrar sus nexos con poéticas esenciales que están muy arraigadas en la cosmovisión del escritor, las de sus coterráneos Eugenio Montejo, Ramón Palomares y Gustavo Pereira, por ejemplo) se lanzan a explorar resortes re-encontrados en otras tradiciones (la japonesa, la china) o a reajustar grandes momentos de la lírica occidental (Eliot, Pound, Celan) para ensayar una expresión peculiar en mitad del guirigay babélico de poéticas anquilosadas que apunté más arriba.
Ya el acto de intentarlo es una hazaña. El camino del éxito no existe para los poetas esenciales. La poesía resulta la apoteosis del fracaso: el mundo está hecho añicos, el lenguaje no alcanza para juntar esos fragmentos y formular un discurso coherente, Dios ha muerto hace mucho en cualquiera de sus variantes, la polisemia complica la trasmisión del mensaje y aunque abre el diálogo a la vez lo entorpece, la poesía apenas se vende y, como consecuencia, puede que a duras penas sea leída por un puñado de exquisitos que no representan nada en la conciencia colectiva empobrecida por el nomadismo, la ambivalencia y la escasez de valores éticos y estéticos.
No obstante, siempre hay audaces. Y mis breves lecturas de Ñañez me llevan a pensar que él es uno de ellos. De hecho, el libro que hoy publica para el público cubano, Postal de sequía, tiene quizás, condensados, sus mayores aciertos en la indagación de una actitud singular ante los que son, según creo, los tres grandes motores que animan a un poeta: su relación con el espíritu de su época, con la tradición literaria y con el lenguaje. Y voy a tratar de explicarme en unas breves líneas para no desmerecer ante la síntesis de estos versos.
Este libro posee un centro integrado por los textos aparecidos en el cuaderno homónimo que le granjeó el premio en la Bienal de Poesía José Antonio Ramos Sucre en 2009, y acoge, además, otros cuya exacta procedencia desconozco, pero atisbo cercanos a la órbita de colecciones recientes suyas como En otra tierra (2021) y Árbol de lluvia (2023); o sea, a lo más fresco de su quehacer lírico, que agrupa un conjunto atendible de poemarios publicados desde inicios de la década del 2000. Todos los aquí incluidos, sin embargo, acusan un curioso aire de familia: hablan de la aridez del mundo y del desierto como símbolo/metáfora de la sociedad moderna.
En el prólogo a la edición venezolana de Postal de sequía (2010), Luis Alberto Crespo escribió: «la perdurable particularidad del libro es su motivación: la ruina de lo real, expresada en la quebradura de la tierra y en el desprendimiento de la hoja seca». Postura que coloca a Ñañez como implacable juez de un entorno que se desmorona en lo físico porque ya se ha deshecho en lo político, en lo moral, en lo humano, y al individuo le toca caminar sobre los destrozos y preguntarse, de todas las formas a su alcance, cuáles son los caminos (o el camino) de salvación, dónde queda(n) la(s) puerta(s) que debe abrir o romper para escabullirse.
Preguntas similares estaban detrás de La tierra baldía y de zonas de la poesía de Ezra Pound anterior a los Cantos (incluso en los Cantos mismos, solo que con una frondosidad verbal y una aglomeración de referencias intertextuales que simulan no habitar en los brevísimos poemas de Ñañez). Su contención está emparentada con Eliot. Pero, sin lugar a dudas, todavía más con Celan: un observador que aspira a contarnos el desastre del mundo desde el cambio de aliento, la migración de las palabras, dejar al silencio y la contemplación sustituir el exceso de enunciación y provocar el milagro de una lectura integradora que intente devolver al imán del todo los crípticos fragmentos esparcidos aquí y allá.
Para hacerse todas esas preguntas acerca de la desolación, los sujetos líricos de estos poemas se posicionan (y aquí vemos el vínculo profundo, aunque encriptado, con la herencia continental) desde una perspectiva que revisita uno de los grandes dilemas del pensamiento latinoamericano nacido en los ya lejanos días de la independencia de España: el llevado y traído binomio civilización-barbarie. Los ecos de las polémicas de Martí y Sarmiento, o las naturalezas devoradoras de hombres que desfilan por las páginas de Gallegos y Rivera andan, subrepticios, en las escuetas líneas de estos poemas sin que tengamos una respuesta, sobre todo, porque la poesía no busca dictámenes, sino preguntas inteligentes, pura mayéutica para cuestionar el orden del universo y sus múltiples escrituras ficcionales (filosóficas, históricas, ideológicas, políticas y hasta literarias). Así, desierto y ciudad constituyen dos puntos antitéticos que, a la postre, se tocan, se confunden, se vuelven uno y el mismo. El viaje del hombre parece un morderse la cola. Se multiplican las preguntas y las puertas. Crece el desasosiego y, de forma paradójica, también lo hace la esperanza.
Esas mismas interrogantes se extienden a los textos añadidos por Ñañez a la edición príncipe de Postal de sequía. Como advertí antes, estos versos aquí agrupados bajo el título «Al escribir sobre pájaros» son parientes cercanos del constante indagar en el tema de la naturaleza visible en Otra tierra que, como apunta su casi tocayo colombiano Fredy Yezzed, parecen volver otra vez al asunto de la pérdida del paraíso, de algún paraíso de los tantos que ha extraviado el hombre en todos los milenios de la historia. Son familia, asimismo, de los haikus compilados en Álbum de lluvia: brevedad, suspensión de la retórica, sugerencia del kigo, emocionalidad fuerte, pero de expresión contenida.
Sin embargo, tienen una distinción importante, y ella se insinúa enseguida en la curiosa manera de engarzar ambas zonas temáticas: el último poema de Postal de sequía culmina diciendo:
Nos sobra TAMAÑO en la arcilla
Al contrario que los
pájaros
para, acto seguido, comenzar la apoteosis del vuelo, una sucesión de poemas poblados de pájaros, que se alzan como emblema de lo inalcanzable, como paradójico par complementario, en una rara fusión y lucha de antípodas, del polisémico desierto que rige la primera zona del libro. Nos asomamos aquí a otro binomio esencial del imaginario latinoamericano: «un animal cualquiera» que en «su inocente crueldad» (la serpiente, el hombre) vaga por la intemperie y el pájaro (el águila, el alma), que anhela el infinito y se lanza a encontrarlo; es decir, la tierra y el cielo, lo físico con sus bondades y limitaciones y lo etéreo con sus principios espirituales, con sus posibilidades de migrar y cambiar el mundo o, simplemente, salir al exterior y buscar otros cosmos, ese «lugar en marcha/al que se llega renunciando/ a las certezas»: un sitio en que tan bien se esté que el individuo pueda sobrellevar, incluso, los galimatías de la muerte. O sea, el sitio ineluctable al que nos conduce la poesía, ese diálogo tenso y trunco con la sociedad, la filosofía, la política, la ideología, la cultura y la lengua; un diálogo que resulta fructífero a la postre porque gracias a él se salvan las edades de la siempre creciente insensatez colectiva.
Del éxito de ese diálogo dan fe todos estos referentes que pueblan el mosaico de señales que Postal de sequía nos brinda para intentar la aventura de cruzar el desierto, de ir mirando (en apariencia a vuelo de pájaro) en sus laberintos y observar con cuidado –y con audacia al mismo tiempo— hasta dar con algunas de las salidas.