La poeta, periodista, traductora y ensayista Nancy Morejón llegó este 7 de agosto a su 79 cumpleaños, para regocijo de quienes la hemos acompañado como lectores y amigos a través de su prolífica carrera literaria. De sus múltiples libros, publicados dentro y fuera de Cuba, vale mencionar los poemarios Elogio de la danza (1982), Baladas para un sueño (1991), Botella al mar (1996), Poética de los altares (2004), Cuerda veloz (2005), Antología poética (1962-2000/2006)… y muchos otros esenciales en su vasta obra que han quedado fuera de este inventario mínimo.
Pero en Nancy no solo atraen sus creaciones escritas, sino también el compromiso, casi como si de una fe se tratara, con el que ha asumido su función intelectual para sí, para con sus lectores, para con sus raíces, para con su lengua… Así, un breve recorrido por su trayectoria, la muestra como miembro de la Academia de Ciencias de Cuba y Miembro de Número de la Academia Cubana de la Lengua, como asesora de Casa de las Américas, presidenta de la Asociación de Escritores de la UNEAC, directora de la revista UNIÓN, presidenta del Consejo Técnico Asesor del Instituto Cubano del Libro, y un sinnúmero de responsabilidades que ha asumido con el entusiasmo de quien se sabe necesario hacedor.
Otro tanto ha sido su incansable labor de traducción de la obra de importantes intelectuales caribeños como Jacques Roumain, René Depestre y Edouard Glissant interpretando, a la vez que aprehendiendo, desde su propia experiencia, la noción de lo caribeño como dimensión cultural, más allá de lo geográfico.
Por todo ello, resultó un justo reconcimiento a su trayectoria, el que se le dedicara la XV Feria Internacional del Libro de La Habana, celebrada en 2006 y que tuvo a Venezuela como País Invitado de Honor. Apenas 5 años antes, en 2001 había recibido el Premio Nacional de Literatura, galardón más importante de las letras cubanas, con el que pasó a formar parte del selecto grupo de mujeres intelectuales cubanas, que —encabezado por Dulce María Loynaz, laureada en 1987— integran la narradora Dora Alonso (1988) y las poetisas Fina García Marruz (1990) y Carilda Oliver Labra (1997).
Desde entonces Nancy ha sido presencia permanente en el programa cultural y literario de las Ferias Internacionales del Libro de La Habana y su periplo por las provincias de Cuba, así como embajadora del libro y la cultura de nuestro país en diversas citas literarias foráneas. Baste decir que es uno de los pocos autores cubanos cuyo legado descansa para la posteridad en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes.
La relación visceral entre su obra y su propósito de vida, puede resumirse con sus propias palabras cuando respondía en Alicante en el año 2000, sobre las razones que la llevaban a escribir con un frase que encierra las esencias de su vida y su creación literaria: «Yo escribo porque necesito hacerlo, el impulso de escribir es irracional. A mí me gustaría mucho que mi escritura sirviera para despejar incógnitas, para mejorar cosas de la identidad nacional, de las relaciones entre las culturas, de las relaciones de carácter familiar, de la familia, de la familia cubana…».
Sirva de felicitación y regalo a esta mujer-poeta, a nuestra querida Nancy de Cuba, y también a sus lectores, la reproducción de sus palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura en el año 2001.
Palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura
Quisiera que estas palabras pudiesen expresar la magnitud de mi agradecimiento por haber recibido el Premio Nacional de Literatura 2001. Es un honor que, por su propia naturaleza, no solo me obliga a la gratitud sino a un examen de conciencia que me incline a justificar la razón de haberlo merecido. No he encontrado nada mejor que hablar un poco de cómo es la literatura que he hecho hasta ahora y cómo veo el papel del escritor entre nosotros.
Llegué a la escritura siendo niña y a la vorágine de las editoriales, poco después, aun siendo adolescente. Entre ambos dominios, siempre triunfó el reino de la infancia porque en él se fijan los rasgos más significativos de cualquier personalidad. Aunque el tránsito de un dominio a otro fue algo lento, puedo afirmar que culminó entre el verano y el otoño de 1962 cuando apenas había cumplido diecisiete años de edad. Había entrado a una Universidad regida por la Reforma Universitaria —gestada por varias generaciones— y por el más sano espíritu de solidaridad intelectual. A pesar de haber publicado tan temprano, en todo momento la escritura fue para mí un imborrable acto de fe que, para mi fortuna, siempre supe diferenciar del hecho editorial. Es más importante leer y escribir que publicar. La lectura es una función tan vital del ser humano como lo es respirar, comer y andar. Juan Hernández, un tabaquero de La Habana en tiempos de Machado, repetía con sorna cada mañana: «Yo solo respeto las casas en donde primero entra un periódico y, después, un boniato». La divisa de Juan Hernández, que era mi abuelo, se volvió una práctica cotidiana y, repetida en la voz de La China, marcó el rumbo de mi más legítima vocación: la lectura. Por tan sencilla razón, he disfrutado mucho más leer que escribir, a tal punto que fue para mí un acto altamente liberador enseñar a leer y a escribir porque así, de algún modo, todavía sin saberlo, con aquel acto contribuiría al nacimiento no solo de un vasto público de lectores sino de un nuevo tipo de lector radicado no solo en las grandes ciudades sino en campos, costas y cordilleras.
He buscado sin tregua darle voz a un coro de voces silenciadas que, a través de la historia, mucho más allá de sus orígenes, su raza o su género, renacen en mi idioma. Entre las elegías de Nicolás Guillén y el gesto rumoroso de la poetisa güinera Cristina Ayala, ha fluido mi voz buscando un sitio entre el violín y el arco, buscando el equilibrio entre lo mejor de un pasado que nos sometió sin compasión a la filosofía del despojo y una identidad atropellada en la búsqueda de su definición mejor. Me ha importado la Historia en letras grandes y me importó la historia de abuelas pequeñitas, adivinadoras, las que bordaron el mantel donde comían sus propios opresores. Historia de látigo, migraciones y estigmas que llegaron por el mar y al mar vuelven sin razón aparente.
He buscado la belleza en todas partes y, al mismo tiempo, me he resistido a abandonar la tangible utopía que marca nuestras vidas y la época que nos ha tocado vivir. Como bien dice Albert Camus: «La belleza aislada acaba por ser un artificio, la justicia por sí sola acaba siendo una opresión. Quien pretende servir a la una excluyendo a la otra, no sirve a nadie, ni a sí mismo, y acaba sirviendo por partida doble a la injusticia». Esa belleza anhelada muestra la huella de la que diseñara Gabriela Mistral cuando escribió: «No te será la belleza opio adormecedor, sino vino generoso que te encienda para la acción, pues si dejas de ser hombre o mujer, dejarás de ser artista». Y, en esa búsqueda incesante de la belleza no he despreciado nada, ni a nadie. Formo parte de una familia, una comunidad, de una nación de las que no he querido ni he podido apartarme sino que las reclamo con amor en cada uno de mis gestos. El amor supone comprensión infinita y una conciencia de que somos semejantes al prójimo. Sin haber tenido una experiencia directa de la guerra, proclamo que estoy contra la guerra, por la dignidad plena de los seres humanos.
La Revolución está en mí «como la astilla en la herida», como el sol de todos los días, como la cambiante luna de mis barrios, como la profundidad de los pintores renacentistas o quizás, como la de los pintores primitivos haitianos, siempre inventada pero siempre visible. Ningún poema mío refleja a la revolución, ni la fotografía siquiera, no la adula tampoco sino que la provoca en su apariencia trascendente. Soy una de sus criaturas. Niña y vieja a la vez, «tengo» y no tengo, pues la grandeza del hombre y la mujer reside «en el flechazo y no en el blanco».
He buscado la paz y aunque la palabra paz suene hoy como un sarcasmo, como una broma de mal gusto, entrando al siglo XXI, a un nuevo milenio cuyo umbral parecería otra página de Julio Verne, la palabra paz es hoy una abstracción tras la cual se esconde la verdadera historia de la humanidad. Frente al riesgo de presenciar el exterminio de nuestro planeta, en donde reina la destrucción y la muerte debemos encontrar una paz tangible reconciliada con el trabajo y la cultura. Frente a los que quieren restaurar los reinos de la muerte, escribo. Como una forma de abolir el tiempo, escribo. Escribo con lápiz y con computadora y vuelvo a escribir lo que he soñado. Escribo si me lanzan mariposas de Casablanca o guanábanas de Honduras, que son las más pútridas. Escribo: dormida o despierta, despierta y dormida. Con el idiota de guardia o con la estrella que ilumina. Escribo. Siempre voy a escribir. «Aislada y peregrina a la vez, soy sensible a los maremotos, al alumbramiento de una criatura, al sencillo acto de encender una fogata cayendo la tarde. Entro a un cine. Contemplo un girasol y ya va naciendo el poema en medio de la Isla más hermosa que ojos humanos seguirán viendo; una Isla atravesada en la garganta de Goliat, como una palma en el centro del Golfo».
Gracias, mil gracias, por haberme invitado, con este Premio, a comenzar de nuevo esa aventura.