Los actos para conmemorar los 210 años del natalicio de Gertrudis Gómez de Avellaneda son una ocasión propicia para reevaluar los méritos literarios de esta escritora. Hoy quiero limitarme a una cuestión nada sencilla. La camagüeyana gozó en vida de un enorme prestigio como poetisa. Sin embargo, en épocas más recientes, en la misma medida en que se ha realzado su condición de defensora de los derechos de la mujer en la sociedad, el interés en su escritura ha ido focalizándose en zonas menos conocidas en el pasado como su periodismo, su epistolario, sus autobiografías; algunos críticos, entre ellos Cintio Vitier y Virgilio Piñera, han juzgado con severidad su producción lírica en la que afirman encontrar apenas una verbosidad cargada de retórica. Urge preguntarse: ¿Es o no Gómez de Avellaneda una gran poetisa?
Cuando la joven escritora, de apenas 22 años, llega a España en 1836, se traza con sorprendente seguridad una ruta para acceder al éxito literario. No le basta con escribir los textos y guardarlos, o publicarlos en reducidas ediciones para familiares y amigos, como tantas hicieron antes que ella. La cubana desea entrar en los círculos letrados de Sevilla y Madrid, que por entonces son casi exclusivamente masculinos. Quiere acceder a la tribuna del Liceo tanto como a las tertulias de los cafés, las redacciones de los periódicos y los escenarios de los teatros. Eso la obliga a seguir un grupo de estrategias. La primera de ellas es desligarse de todo lo escrito antes de aquel año. No puede permitirse balbuceos, ni localismos.
A partir de entonces hemos de aceptar que su escritura poética se inicia en un punto muy alto: el soneto «Al partir», una composición antológica por excelencia, marcada por el desgarramiento existencial, pero que debe encabezar su producción en el ámbito metropolitano.
¡Perla del
mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.[1]
En segundo lugar, la escritora, aunque afectada por incomprensiones, contrariedades familiares y hasta problemas económicos, logra sintonizar fácilmente con la liberación del yo poético romántico. En los versos halla su refugio ideal, su justificación, su plenitud. Aún limitada por convenciones sociales que rechaza, se siente libre ante la desafiante cuartilla en blanco. Así lo demuestra con harta elocuencia un poema de aparente sencillez como «A mi jilguero». Así puede decir ella al ave presa en su jaula:
¡Oh pájaro!
Pues que iguales
nos hacen hados impíos,
mientras que lloro tus males,
canta tú los llantos míos.[2]
Sin embargo, la muchacha sabe que esa poesía íntima y desgarradora será calificada de poesía «de mujer» y por tanto se le colocará al margen. Con ella –supone- jamás podrá parangonarse con los autores que ha asumido como maestros: José María Heredia, Juan Nicasio Gallego, José de Espronceda. Y toma una decisión más o menos sorprendente: emulará a esos autores, imitará su voz, cultivará hasta la exageración el virtuosismo métrico, y junto a los sentidos versos de arte menor, colocará las odas solemnes y grandilocuentes de tema filosófico, histórico o político. Ese «ventriloquismo» se hace evidente en el texto escogido para ocupar por primera vez la tribuna del Liceo madrileño, cuando logra acceder a ella y ser presentada nada menos que por el muy popular José Zorrilla. No se le ocurre leer allí «A mi jilguero», ni los alados versos «A una mariposa», sino su extensa, enfática y trabajadísima oda «A la Poesía», un texto programático que debe consagrarla, no como una simple «poetisa», sino como «poeta» en toda la extensión del término.
¡Salve, salve
mil veces
musa de la ilusión, que adormecida
estabas en mi mente! Resplandeces
astro de paz en mi agitada vida,
y al noble fuego de tu amor fecundo
llenaré de tu gloria el ancho mundo.[3]
Tal actitud viene a ser refrendada por la anécdota de su participación en un concurso, convocado en 1844 por intelectuales afines al Partido Liberal, para hacer propaganda al indulto que la joven Isabel II concediera a un grupo de opositores condenados a muerte. Necesitada del apreciable importe del certamen pero también de un reconocimiento que fuera más allá de las posibilidades de su sexo, envió dos odas, una titulada «La gloria de los reyes», con su firma, y otra, «La clemencia», llevaba como seudónimo el nombre de su medio hermano, Felipe Escalada. Cuando la comisión del Liceo anunció los premios, la propia Avellaneda descubrió con estupor que ambos textos resultaban premiados: el primero de ellos había sido otorgado, significativamente, al que contaba con firma masculina y uno de los accésit al otro. Aunque ella, un tanto asustada y confusa, quiso renunciar a uno de los lauros, la institución supo aprovechar el golpe propagandístico y no solo le ratificó por unanimidad ambas preseas, sino que le concedió dos coronas de laurel, que ciñó en su frente, en acto apoteósico, el infante D. Francisco de Paula, suegro de la Soberana.
Esta ansia de ser una escritora amplia, total, sin limitación alguna, la llevó también a cultivar un virtuosismo métrico para el que tenía especiales dotes. No hay que olvidar que esa era una prueba de fuego para los románticos de su tiempo, ansiosos por experimentar con versos que salieran de la tiranía del endecasílabo neoclásico. Basta con revisar la versión que Tula hiciera del poema «Los Djins», que Víctor Hugo incluyó en Las Orientales. El texto, titulado ahora «Los duendes», conserva el tono in crescendo del original a partir del empleo de versos escalonados, que al comienzo son hexasílabos, luego ceden estos su lugar a los octosílabos, retornan luego los hexasílabos, para concluir con la retirada de la cohorte fantástica, traducida en tetrasílabos, que deben producir una sensación de alejamiento.
Hay mucho de sinfónico en estos procedimientos que la autora supo emplear con acierto en poemas como «La noche de insomnio y el alba», compuesto en 1844, donde sobresaltó a los lectores de entonces la octavilla de versos bisílabos que lo inicia:
Noche
triste
viste
ya,
aire,
cielo,
suelo,
mar.[4]
Desde allí asciende luego hasta llegar a los versos de dieciséis sílabas, sin saltar ninguna de las combinaciones posibles por medio:
¡Guarde,
guarde la noche callada sus sombras de duelo,
hasta el triste momento del sueño que nunca termina;
y aunque hiera mis ojos, cansados por largo desvelo,
dale ¡oh sol! a mi frente, ya mustia, tu llama divina![5]
A lo largo de su existencia, la escritora publicó tres volúmenes con su producción en verso: las Poesías editadas en 1841 con prólogo de Juan Nicasio Gallego, que recogía toda su producción a partir de 1836; en 1850 da a la luz una edición corregida y aumentada de Poesías que abarca su producción hasta la fecha; en 1869 comienzan a aparecer las Obras literarias de Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda preparadas por ella misma, donde reúne el contenido de los volúmenes anteriores, con unas pocas exclusiones y algunos textos nuevos.
A partir de estos hitos es posible caracterizar tres períodos claramente discernibles en su escritura poética: el primero va de 1836 a 1841 y es una etapa juvenil, de expresión apasionada y crecimiento en el dominio del instrumental expresivo. A ella pertenecen textos como «Al partir», «A mi jilguero», el soneto «A una mariposa» –que solo incluyó en la primera edición–, «Paseo por el Betis», «Amor y orgullo» y los estremecedores «Cuartetos escritos en un cementerio».
El segundo período, 1841-1850, puede concebirse como una etapa de madurez, durante la cual logra la autora un equilibrio entre su notable dominio del oficio y la riqueza expresiva, con el que escribe buena parte de sus composiciones más notables: «Soneto imitando una oda de Safo», «A la Virgen (canto matutino)», «A…» –que en la edición siguiente ella titulará «A Él», una de sus más divulgadas composiciones de tema amoroso-, «La pesca en el mar», «Adiós a la lira» y «El último acento de mi arpa».
El tercer período corresponde a los años 1851-1869, aunque puede extendérsele hasta 1873, fecha del fallecimiento de Tula. En esas décadas la escritora redacta y estrena la mayor parte de su teatro (Flavio Recaredo, La hija de las flores, Baltazar, Catilina, Tres amores), además de dar a la luz sus leyendas, la novela El artista barquero y el Devocionario nuevo y completísimo en prosa y verso, que aparece en 1867. Escribe menos lírica y en ella hay más tendencia al lenguaje retórico, aunque se pueden espigar composiciones de interés como «A un cocuyo», «Serenata de Cuba», la «Dedicación de la lira a Dios» y el soneto «Al nombre de Jesús».
Un detalle que generalmente los antologadores no tienen en cuenta es que la Avellaneda nunca daba por concluidos sus textos, hacía transformaciones sensibles en ellos, de edición en edición. Cuando preparó sus Obras, que consideraba como su legado definitivo, pocos textos hubo que no reescribiera y, lamentablemente, en la mayoría de los casos lo hizo de manera desafortunada, so pretexto de eliminar incorrecciones añadió muchísimos versos retóricos y sustituyó la espontaneidad por la frialdad formal. Gracias a la «Tabla de variantes» que elaboró Chacón y Calvo[6] podemos deslindar hoy lo que pertenece a cada época. De ahí que cuando se incluyen sus poemas en las recopilaciones, es habitual señalar su fecha original de composición, pero se ignora que su texto se está copiando por una versión «retocada», cuando lo correcto sería preferir el que apareció en la primera edición.
Hoy debe leerse a Tula a partir de sus auténticos arranques líricos y no desde la moderación mayestática que quiso imponer en sus últimos años, en tanto había más verdad en la díscola joven de Sevilla y Madrid, que en la señora de Verdugo coronada en el Teatro Tacón.
Si nos
referimos a su poesía de tema amoroso, no temería caer en el lugar común de
asegurar que Tula no encontró a lo largo de su existencia rival digna de ella y
que aún hoy su producción resulta paradigmática. Lo más notable de ella es la
manera en que logra el difícil equilibrio entre la expresión libre y desatada y
el rigor formal. Textos como «A Él» y la segunda parte de «Amor y orgullo» dan
fe de ello, menos se ha hecho énfasis en el poema titulado «Soneto imitando una
oda de Safo», compuesto hacia mediados de 1842.
Como Tula no leía en griego y al parecer las traducciones españolas no la
convencían mucho –Luzán, Canga Argüelles, Castillo y Ayensa– varios
investigadores actuales consideran que partió de la versión francesa de Boileau
de la «Oda segunda», dada la perfecta coincidencia del primer verso en ambos
casos, aunque no podría descartarse que tuviera a mano otra traducción hecha por
un seguidor de Boileau, el abate Delille. En cualquier caso, el texto es una
paráfrasis muy libre del poema de la legendaria poetisa griega que ella glosa y
enriquece en apenas catorce versos de una intensidad que reúne la energía de su
predecesora y la de ella misma, pues en el momento de escribirlo delira tras la
primera ruptura con Cepeda.
Es interesante como ella se apropia del texto, lo resignifica, transforma a la amada en su amado y se permite introducir en el segundo elementos que no están en el original como es el querubín que procede del contexto judeo cristiano en lo que parece un homenaje a la vivencia mística del corazón traspasado que relata santa Teresa de Jesús en un célebre pasaje de su Libro de la vida.
El resultado es sencillamente memorable:
¡Feliz quien junto a ti por ti suspira!
¡quien oye el
eco de tu voz sonora!
¡quien el halago de tu risa adora
y el blando aroma de tu aliento aspira!
Ventura tanta -que envidioso admira
el querubín que en el empíreo mora-
el alma turba, al corazón devora,
y el torpe acento, al expresarla, expira.
Ante mis ojos desaparece el mundo,
y por mis venas circular ligero
el fuego siento del amor profundo.
Trémula, en vano resistirte quiero...
de ardiente llanto mi mejilla inundo...
¡deliro, gozo, te bendigo y muero![7]
Si repasamos el Devocionario encontramos que Gertrudis, tan reconocida por su poesía de amor profano, escribe, sin embargo, una poesía amatoria «a lo divino» que tiene tanta o más altura que aquella. Su expresión está cimentada en el conocimiento de los clásicos del Siglo de Oro: Santa Teresa, Lope, Calderón, y en su familiaridad con la poesía devota de la España de su tiempo y a esto añade un fervor muy personal, un sentimiento que la distancia de los autores que incursionaban en el tema religioso como un ejercicio puramente académico. Muestra de ello es su «Dedicación de la lira a Dios» que destaca por la elegante sencillez de su expresión, lo que no es obstáculo para su auténtica grandeza. A ella pertenecen los versos:
¡Y Tú, que este anhelar del alma entiendes,
y en quien su alta ambición reposo alcanza,
hoy, que en sublime fe mi pecho enciendes,
préstale alas de fuego a mi esperanza![8]
Más allá de las preferencias personales, resulta indudable que la Avellaneda fue capaz de forjar un conjunto de textos líricos de alta calidad formal, a la vez que de una apasionada intensidad, que han resistido más de siglo y medio de mutaciones estéticas y modas en el gusto, y todavía ganan el interés de los lectores. Es cierto que –como ocurre con la mayoría de los poetas– no toda su producción esté a la misma altura y que cierto número de sus creaciones tienen apenas un valor biográfico o documental; sin embargo, la más exigente de las antologías de poesía hispanoamericana podría incluir alrededor una decena o más de sus composiciones, tan representativas de ese singular período de nuestras letras en que neoclasicismo y romanticismo de dieron la mano sin demasiadas tensiones. ¿Por qué escatimarle entonces el título de gran poetisa? Es su propia obra la que viene a situarla entre los no muy abundantes autores que alcanzan las cumbres literarias.
Que el vulgo
de los hombres, asombrado
tiemble al alzar la eternidad su velo
mas la patria del genio está en el cielo.[9]
[1]Gertrudis Gómez de Avellaneda: «Al partir». En: Obras de la Avellaneda, Edición del Centenario, La Habana, Imprenta de Aurelio Miranda, 1914, tomo I, p.1. Todas las citas de la poesía de la Avellaneda se tomaron de esta edición.
[2] GGA: «A mi jilguero», OA, tomo 1, p. 9.
[3] GGA: «A la Poesía», OA, tomo 1, p. 291-292.
[4] GGA: «La noche de insomnio y el alba». OA, tomo 1, p. 167.
[5]Ibid. p. 170.
[6] José María Chacón y Calvo: «Tabla de variantes en las poesías líricas de la Avellaneda». OA, tomo 6, Apéndice I, pp.281-474.
[7] GGA: «Soneto imitando una oda de Safo». OA, tomo 1, p. 69.
[8] GGA: «Dedicación de la lira a Dios». OA, tomo 1, p. 387.
[9]GGA: «A la muerte del célebre poeta cubano Don José María de Heredia», OA, tomo 1, p.64.